martes, 23 de agosto de 2016

PEDAGOGÍA DEL AMOR

INTRODUCCIÓN

La Pedagogía de Amor tiene como  principio  instalar en la mente inocente del niño, la valoración de las experiencias que conforman la vida y la aceptación del entorno y de sí mismo, para facilitar la adaptación al mundo.
La base para implementar la Pedagogía de Amor es el entrenamiento de los adultos en un lenguaje armónico y en el manejo de sus sentimientos y emociones para que el niño sea acompañado por alguien digno de imitar y que le permita desarrollar la confianza en los adultos y en el mundo. En el mundo se manifiesta situaciones fáciles y difíciles de manejar, y es allí donde es importante aprender la valoración y el disfrute de cada una de las experiencias. Esto se llama Sembrar Amor a la Vida y es el propósito de la Pedagogía de Amor.
Desde ésta pedagogía los adultos le mostramos a los niños que el mundo al que llegaron es un lugar maravilloso para aprender a ser mejores cada día sin miedo, que la orientación la pueden encontrar en los adultos que tienen cerca, que los errores nos hacen mejores si los aprendo a aprovechar para aprender sin necesidad de castigo ni agresión, y  sobre todo que cada ser humano tiene en su interior la capacidad para ser feliz, para tener paz y servir, es decir para construirse a sí mismo como una persona de éxito.
La Pedagogía de Amor es aplicable a los adultos pues todos estamos en un proceso de aprendizaje y en éste necesitamos información nueva para manejar los conflictos de una manera diferente que genere más paz y armonía. Si sembramos la semilla de amor desde pequeños construiremos una nueva sociedad con adultos felices, autos asumidos y respetuosos de su entorno.
Si está bien comprobado que el fracaso sólo desaparece recuperando la confianza en uno mismo, hay que añadir que tal confianza sólo brota de la constatación de la propia valía, de la comprobación de los éxitos. Si uno se enfrenta a los problemas y dificultades con la ayuda necesaria se hace capaz. Por ello es tan importante que los maestros crean en sus alumnos, estén bien convencidos de que son capaces, y estén dispuestos a valorar todos los tipos de talento (deportivos, manuales, expresivos, prácticos, musicales…), no meramente los académicos, y ayudar a cada alumno s descubrirlos y potenciarlos.
Si un alumno se siente valorado y reconocido por lo que hace bien, crecerá seguro de sí mismo y podrá ser guiado con eficacia a otro tipo de aprendizajes. Pongamos el ejemplo de un profesor de matemáticas que tiene un alumno que le rinde en la materia muy poco. Ese profesor es un pedagogo de la inclusión y está convencido de que ese alumno tiene habilidades y talentos que él desconoce. Descubre, pongamos por caso, que ese alumno que anda tan mal en matemáticas, es un excelente jugador de fútbol. El profesor dedica parte de su tiempo para ir a verlo jugar, y después del partido, se acerca a felicitarlo por sus talentos deportivos y por lo bien que ha jugado. Desde ese momento, el alumno va a perder gran parte del miedo a las matemáticas y va a empezar a interesarse en ellas porque ha descubierto que su profesor, que él pensaba lo consideraría un inútil, nada bueno para nada, ha valorado sus talentos y ha reconocido con verdadera admiración las cosas que hace bien.

LA PEDAGOGÍA DEL AMOR
El amor es el principio pedagógico esencial. De muy poco va a servir que un docente se haya graduado con excelentes calificaciones en las universidades más prestigiosas, si carece de este principio.  En educación es imposible ser efectivo sin ser afectivo. No es posible  calidad sin calidez. Ningún método, ninguna técnica, ningún currículo por abultado que sea, puede reemplazar al afecto en educación. Amor se escribe con “a” de ayuda, apoyo, ánimo, aliento,  asombro, acompañamiento, amistad. El educador es un amigo que ayuda a cada alumno, especialmente a los más carentes y necesitados, a superarse, a crecer, a ser mejores.
Amar significa aceptar al alumno como es, siempre original y distinto a  mí y a los demás alumnos,  afirmar su valía y dignidad, más allá de si me cae bien o mal, de si lo encuentro simpático o antipático, de si es inteligente o lento  en su aprendizaje, de si se muestra interesado o desinteresado.   El amor genera confianza y seguridad. Es muy importante que el niño se sienta en la escuela, desde el primer día,  aceptado, valorado   y seguro. Sólo en una atmósfera de seguridad, alegría y confianza podrá florecer  la sensibilidad, el respeto mutuo  y la motivación, tan esenciales para un aprendizaje autónomo. Hacer niños felices es levantar personas buenas. Educar es un acto de amor mutuo.  Es muy difícil crear un clima propicio al aprendizaje si no hay relaciones cordiales y afectuosas entre el profesor y el alumno, si uno rechaza o no acepta al otro.
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El amor es también paciente y sabe esperar. Por eso, respeta los ritmos y modos de aprender de cada alumno y siempre está dispuesto a brindar una  nueva oportunidad. La educación es una siembra a largo plazo y no siempre se ven los frutos. De ahí que la paciencia se alimenta de esperanza, de una fe imperecedera en las posibilidades de superación de cada persona. La paciencia esperanzada impide el desánimo y la contaminación de esa cultura del pesimismo y la resignación que parecen haberse instalado en tantos centros educativos.
Para ser paciente, uno tiene que tener el corazón en paz. Sólo así será  capaz de comprender, sin perder los estribos,  situaciones inesperadas o conductas inapropiadas, y podrá asumir las situaciones conflictivas como verdaderas oportunidades para educar. La paciencia evita las agresiones, insultos o descalificaciones, tan comunes en el proceso educativo cuando uno “pierde la paciencia”. El amor paciente no etiqueta a las personas, respeta siempre,  no guarda rencores, no promueve venganzas; perdona sin condiciones, motiva y anima, no pierde nunca la esperanza.
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Amar no es consentir, sobreproteger, regalar notas, dejar hacer. El amor  no se fija en las carencias del alumno sino más bien, en sus talentos y potencialidades.  El amor no crea dependencia, sino que da alas a la libertad e impulsa a ser mejor. Busca el bien-ser y no sólo el bienestar de los demás. Ama el maestro que cree en cada alumno y lo acepta y valora como es, con su cultura, su familia, sus carencias, sus talentos, sus heridas, sus problemas, su lenguaje, sus sueños, miedos e ilusiones; celebra y se alegra de los éxitos de cada uno aunque sean parciales; y siempre está dispuesto a ayudarle para que llegue tan lejos como le sea posible en su crecimiento y desarrollo integral. Por ello, se esfuerza por conocer la realidad familiar y social de cada alumno para, a partir de ella, y a poder ser con la alianza de la familia, poder brindarle un mejor servicio educativo.
Algunos, en vez de hablar de la pedagogía del amor, prefieren hablar de la pedagogía de la ternura para enfatizar ese arte de educar con cariño, con sensibilidad, para alimentar la autoestima, sanar las heridas  y superar los complejos de inferioridad o incapacidad. Es una pedagogía que evita herir, comparar, discriminar por motivos religiosos, raciales, físicos, sociales o culturales. La pedagogía de la ternura se opone a la pedagogía de la violencia y en vez de aceptar el dicho de que “la letra con sangre entra”, propone más bien el de  “la letra con cariño entra”; en vez de “quien bien te quiere te hará llorar”,  “quien bien te quiere te hará feliz”.
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La pedagogía del amor o  pedagogía de la ternura  es reconocimiento de diferencias, capacidad para comprender y tolerar, para dialogar y llegar a acuerdos, para soñar y reír, para enfrentar la adversidad y aprender de las derrotas y de los fracasos, tanto como de los aciertos y los éxitos. La ternura es encariñamiento con lo que hacemos y lo que somos, es deseo de transformarnos y ser cada vez más grandes y mejores. Por esto, ternura también es exigencia, compromiso, responsabilidad, rigor, cumplimiento, trabajo sistemático, dedicación y esfuerzo, crítica permanente y fraterna. En consecuencia, no promueve el dejar hacer o deja pasar, ni el caos, el desorden o la indisciplina; por el contrario, promueve la construcción de normas de manera colectiva, que partan de las convicciones y sentimientos y que suponen la motivación necesaria para que se cumplan.
En general, la exclusión escolar reproduce y consolidad la exclusión social. Son precisamente los alumnos que más necesitan de la escuela los que no ingresan en ella, o los que la abandonan antes de tiempo, sin haber adquirido las competencias mínimas para un desarrollo autónomo. Las escuelas de los pobres suelen ser unas pobres escuelas que contribuyen a reproducir la pobreza. Si a todos nos parecería inconcebible que los hospitales y clínicas enviaran a sus casas a los enfermos más graves o que requieren atención o cuidados especiales, todos aceptamos sin problemas que los centros educativos expulsen a los alumnos más necesitados y problemáticos y se vayan quedando sólo con los mejores.
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La pedagogía del amor debe revisar, para superarlos, los mecanismos de exclusión (tanto para entrar como para permanecer en los centros), que con frecuencia son muy sutiles. No olvidemos que sigue muy latente el peligro de que cada vez más, la educación, en vez de ser un medio para democratizar la sociedad y compensar las desigualdades de origen, lo sea para agigantar las diferencias: Buena educación para el que tiene posibilidades económicas y capacidad para exigir, y pobre o pésima educación para los más pobres.
Si queremos evitar que la educación de los pobres reproduzca y perpetúe la pobreza, debemos garantizarles una escuela que evite su fracaso, una escuela que no los excluya ni bote, una escuela que los prepare para desenvolverse eficazmente en el mundo del trabajo y de la vida, de modo que la sociedad no los excluya, y con una sólida formación ética de modo que ellos a su vez no se conviertan en excluidores. Sería lamentable y contradictoria una propuesta de inclusión que forme a los alumnos para que excluyan a todos los que no piensan como ellos.
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CONCLUSIONES
Hoy se insiste mucho  en la necesidad de educar en valores.  Pero no suele decirse que hoy hace falta mucho valor para educar.  Hasta hace unos años, era relativamente fácil educar. En primer lugar, había consenso entre lo que se consideraba bueno  y malo y,  -lo que es más importante-, la búsqueda y  vivencia del bien parecía ser tarea de todos.
De ahí que, en general, había una gran coherencia entre lo que se practicaba y enseñaba en la casa (todo el mundo, por ejemplo, consideraba   que robar era algo malo, y por eso podían decir con sinceridad y  orgullo “somos pobres pero honrados”); lo que se vivía en la calle (cualquier persona se consideraba con autoridad para llamar la atención y denunciar las conductas irregulares); lo que se enseñaba en las escuelas y  lo que se predicaba en las iglesias.
En cierto sentido, toda la sociedad asumía su papel de educadora. Hoy, esto ya no es así: los padres han renunciado a su papel de primeros y principales educadores y le reclaman a los maestros que desempeñen el papel que ellos no supieron cumplir. Renunciaron al autoritarismo, pero no han sabido sustituirlo por un principio de autoridad que sirva de referencia para la construcción de la identidad personal y social de niños y jóvenes.
Las iglesias cada vez influyen menos en la sociedad, sobre todo entre los jóvenes, que crecen en un ambiente de total relativismo ético, donde se impone el pragmatismo del TODO VALE: todo vale si me produce poder, bienestar, placer, prestigio, dinero. El valor y el antivalor se confunden. Cada uno decide lo que es bueno y lo que es malo.
La eficacia se convierte en criterio  de bondad. El fin justifica los medios.  Si todo vale, nada vale.   De ahí que si bien vivimos intoxicados por  una retórica que vocea  la ética  y levanta las banderas contra la corrupción, vemos cómo en la práctica  se violan abiertamente estos principios.
Políticos y sociedad en general nos piden a los educadores que eduquemos para el respeto y la tolerancia, y todos vemos   cómo desde las instancias más elevadas del poder,   se irrespeta, insulta y agrede sin el menor pudor. Nos piden que eduquemos para la crítica y la creatividad y todos podemos presenciar cómo se persigue y aísla al que piensa u opina diferente. Nos  piden que eduquemos para la sinceridad y vemos cómo se miente, se acusa sin presentar pruebas y se lanza al escarnio público al adversario.
 Es muy poco lo que podemos hacer los educadores, si las familias, la sociedad y sobre todo los políticos, que son los que deberían darnos ejemplo,  no asumen su papel de educadores. Las escuelas no pueden crear lo que no existe afuera. De ahí  que la educación, una educación ética, sustentada en el ejemplo, debe constituirse en la principal preocupación y la primera ocupación de toda la sociedad.


BIBLIOGRAFÍA


antonioperezesclarin. (2004). educar para humanizar. madrid: narcea.
esclarin, a. p. (09 de marzo de 2015). antonioperezesclarin.com. Obtenido de antonioperezesclarin.com: https://antonioperezesclarin.com/2015/03/09/pedagogia-del-amor-y-la-ternura-2/



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