INTRODUCCIÓN
La Pedagogía de Amor tiene como
principio instalar en la mente inocente del niño, la valoración de las
experiencias que conforman la vida y la aceptación del entorno y de sí mismo,
para facilitar la adaptación al mundo.
La base para implementar la Pedagogía de
Amor es el entrenamiento de los adultos en un lenguaje armónico y en el manejo
de sus sentimientos y emociones para que el niño sea acompañado por alguien
digno de imitar y que le permita desarrollar la confianza en los adultos y en
el mundo. En el mundo se manifiesta situaciones fáciles y difíciles de manejar,
y es allí donde es importante aprender la valoración y el disfrute de cada una
de las experiencias. Esto se llama Sembrar Amor a la Vida y es el
propósito de la Pedagogía de Amor.
Desde ésta pedagogía los adultos le
mostramos a los niños que el mundo al que llegaron es un lugar maravilloso para
aprender a ser mejores cada día sin miedo, que la orientación la pueden
encontrar en los adultos que tienen cerca, que los errores nos hacen mejores si
los aprendo a aprovechar para aprender sin necesidad de castigo ni agresión,
y sobre todo que cada ser humano tiene en su interior la capacidad para
ser feliz, para tener paz y servir, es decir para construirse a sí mismo como una
persona de éxito.
La Pedagogía de Amor es aplicable a los
adultos pues todos estamos en un proceso de aprendizaje y en éste necesitamos
información nueva para manejar los conflictos de una manera diferente que
genere más paz y armonía. Si sembramos la semilla de amor desde pequeños
construiremos una nueva sociedad con adultos felices, autos asumidos y
respetuosos de su entorno.
Si está bien comprobado
que el fracaso sólo desaparece recuperando la confianza en uno mismo, hay que
añadir que tal confianza sólo brota de la constatación de la propia valía, de
la comprobación de los éxitos. Si uno se enfrenta a los problemas y
dificultades con la ayuda necesaria se hace capaz. Por ello es tan importante
que los maestros crean en sus alumnos, estén bien convencidos de que son
capaces, y estén dispuestos a valorar todos los tipos de talento (deportivos,
manuales, expresivos, prácticos, musicales…), no meramente los académicos, y
ayudar a cada alumno s descubrirlos y potenciarlos.
Si un alumno se siente
valorado y reconocido por lo que hace bien, crecerá seguro de sí mismo y podrá
ser guiado con eficacia a otro tipo de aprendizajes. Pongamos el ejemplo de un
profesor de matemáticas que tiene un alumno que le rinde en la materia muy
poco. Ese profesor es un pedagogo de la inclusión y está convencido de que ese
alumno tiene habilidades y talentos que él desconoce. Descubre, pongamos por
caso, que ese alumno que anda tan mal en matemáticas, es un excelente jugador
de fútbol. El profesor dedica parte de su tiempo para ir a verlo jugar, y
después del partido, se acerca a felicitarlo por sus talentos deportivos y por
lo bien que ha jugado. Desde ese momento, el alumno va a perder gran parte del
miedo a las matemáticas y va a empezar a interesarse en ellas porque ha
descubierto que su profesor, que él pensaba lo consideraría un inútil, nada
bueno para nada, ha valorado sus talentos y ha reconocido con verdadera
admiración las cosas que hace bien.
LA
PEDAGOGÍA DEL AMOR
El amor es el
principio pedagógico esencial. De muy poco va a servir que un docente se haya
graduado con excelentes calificaciones en las universidades más prestigiosas,
si carece de este principio. En educación es imposible ser efectivo sin
ser afectivo. No es posible calidad sin calidez. Ningún método, ninguna
técnica, ningún currículo por abultado que sea, puede reemplazar al afecto en
educación. Amor se escribe con “a” de ayuda, apoyo, ánimo,
aliento, asombro, acompañamiento, amistad. El educador es un amigo que
ayuda a cada alumno, especialmente a los más carentes y necesitados, a
superarse, a crecer, a ser mejores.
Amar significa
aceptar al alumno como es, siempre original y distinto a mí y a los demás
alumnos, afirmar su valía y dignidad, más allá de si me cae bien o mal,
de si lo encuentro simpático o antipático, de si es inteligente o lento
en su aprendizaje, de si se muestra interesado o desinteresado. El
amor genera confianza y seguridad. Es muy importante que el niño se sienta en
la escuela, desde el primer día, aceptado, valorado y seguro.
Sólo en una atmósfera de seguridad, alegría y confianza podrá florecer la
sensibilidad, el respeto mutuo y la motivación, tan esenciales para un
aprendizaje autónomo. Hacer niños felices es levantar personas buenas. Educar
es un acto de amor mutuo. Es muy difícil crear un clima propicio al
aprendizaje si no hay relaciones cordiales y afectuosas entre el profesor y el
alumno, si uno rechaza o no acepta al otro.
El amor es también
paciente y sabe esperar. Por eso, respeta los ritmos y modos de aprender de cada
alumno y siempre está dispuesto a brindar una nueva oportunidad. La
educación es una siembra a largo plazo y no siempre se ven los frutos. De ahí
que la paciencia se alimenta de esperanza, de una fe imperecedera en las
posibilidades de superación de cada persona. La paciencia esperanzada impide el
desánimo y la contaminación de esa cultura del pesimismo y la resignación que
parecen haberse instalado en tantos centros educativos.
Para ser paciente,
uno tiene que tener el corazón en paz. Sólo así será capaz de comprender,
sin perder los estribos, situaciones inesperadas o conductas
inapropiadas, y podrá asumir las situaciones conflictivas como verdaderas
oportunidades para educar. La paciencia evita las agresiones, insultos o
descalificaciones, tan comunes en el proceso educativo cuando uno “pierde la
paciencia”. El amor paciente no etiqueta a las personas, respeta siempre,
no guarda rencores, no promueve venganzas; perdona sin condiciones, motiva y
anima, no pierde nunca la esperanza.
Amar no es consentir,
sobreproteger, regalar notas, dejar hacer. El amor no se fija en las
carencias del alumno sino más bien, en sus talentos y potencialidades. El
amor no crea dependencia, sino que da alas a la libertad e impulsa a ser mejor.
Busca el bien-ser y no sólo el bienestar de los demás. Ama el maestro que cree
en cada alumno y lo acepta y valora como es, con su cultura, su familia, sus
carencias, sus talentos, sus heridas, sus problemas, su lenguaje, sus sueños,
miedos e ilusiones; celebra y se alegra de los éxitos de cada uno aunque sean
parciales; y siempre está dispuesto a ayudarle para que llegue tan lejos como
le sea posible en su crecimiento y desarrollo integral. Por ello, se esfuerza
por conocer la realidad familiar y social de cada alumno para, a partir de
ella, y a poder ser con la alianza de la familia, poder brindarle un mejor
servicio educativo.
Algunos, en vez de
hablar de la pedagogía del amor, prefieren hablar de la pedagogía de la ternura
para enfatizar ese arte de educar con cariño, con sensibilidad, para alimentar
la autoestima, sanar las heridas y superar los complejos de inferioridad
o incapacidad. Es una pedagogía que evita herir, comparar, discriminar por
motivos religiosos, raciales, físicos, sociales o culturales. La pedagogía de
la ternura se opone a la pedagogía de la violencia y en vez de aceptar el dicho
de que “la letra con sangre entra”, propone más bien el de “la letra con
cariño entra”; en vez de “quien bien te quiere te hará llorar”, “quien
bien te quiere te hará feliz”.
La pedagogía del amor o pedagogía de la ternura es
reconocimiento de diferencias, capacidad para comprender y tolerar, para
dialogar y llegar a acuerdos, para soñar y reír, para enfrentar la adversidad y
aprender de las derrotas y de los fracasos, tanto como de los aciertos y los
éxitos. La ternura es encariñamiento con lo que hacemos y lo que somos, es
deseo de transformarnos y ser cada vez más grandes y mejores. Por esto, ternura
también es exigencia, compromiso, responsabilidad, rigor, cumplimiento, trabajo
sistemático, dedicación y esfuerzo, crítica permanente y fraterna. En
consecuencia, no promueve el dejar hacer o deja pasar, ni el caos, el desorden
o la indisciplina; por el contrario, promueve la construcción de normas de
manera colectiva, que partan de las convicciones y sentimientos y que suponen
la motivación necesaria para que se cumplan.
En general, la exclusión
escolar reproduce y consolidad la exclusión social. Son precisamente los
alumnos que más necesitan de la escuela los que no ingresan en ella, o los que
la abandonan antes de tiempo, sin haber adquirido las competencias mínimas para
un desarrollo autónomo. Las escuelas de los pobres suelen ser unas pobres
escuelas que contribuyen a reproducir la pobreza. Si a todos nos parecería
inconcebible que los hospitales y clínicas enviaran a sus casas a los enfermos
más graves o que requieren atención o cuidados especiales, todos aceptamos sin
problemas que los centros educativos expulsen a los alumnos más necesitados y
problemáticos y se vayan quedando sólo con los mejores.
La pedagogía del amor debe
revisar, para superarlos, los mecanismos de exclusión (tanto para entrar como
para permanecer en los centros), que con frecuencia son muy sutiles. No
olvidemos que sigue muy latente el peligro de que cada vez más, la educación,
en vez de ser un medio para democratizar la sociedad y compensar las
desigualdades de origen, lo sea para agigantar las diferencias: Buena educación
para el que tiene posibilidades económicas y capacidad para exigir, y pobre o pésima
educación para los más pobres.
Si queremos evitar que la
educación de los pobres reproduzca y perpetúe la pobreza, debemos garantizarles
una escuela que evite su fracaso, una escuela que no los excluya ni bote, una
escuela que los prepare para desenvolverse eficazmente en el mundo del trabajo
y de la vida, de modo que la sociedad no los excluya, y con una sólida
formación ética de modo que ellos a su vez no se conviertan en excluidores.
Sería lamentable y contradictoria una propuesta de inclusión que forme a los
alumnos para que excluyan a todos los que no piensan como ellos.
CONCLUSIONES
Hoy se insiste mucho
en la necesidad de educar en valores. Pero no suele decirse que hoy
hace falta mucho valor para educar. Hasta hace unos años, era relativamente
fácil educar. En primer lugar, había consenso entre lo que se consideraba
bueno y malo y, -lo que es más importante-, la búsqueda y
vivencia del bien parecía ser tarea de todos.
De ahí que, en general,
había una gran coherencia entre lo que se practicaba y enseñaba en la casa
(todo el mundo, por ejemplo, consideraba que robar era algo malo, y
por eso podían decir con sinceridad y orgullo “somos pobres pero
honrados”); lo que se vivía en la calle (cualquier persona se consideraba con
autoridad para llamar la atención y denunciar las conductas irregulares); lo
que se enseñaba en las escuelas y lo que se predicaba en las iglesias.
En cierto sentido, toda la
sociedad asumía su papel de educadora. Hoy, esto ya no es así: los padres han
renunciado a su papel de primeros y principales educadores y le reclaman a los
maestros que desempeñen el papel que ellos no supieron cumplir. Renunciaron al
autoritarismo, pero no han sabido sustituirlo por un principio de autoridad que
sirva de referencia para la construcción de la identidad personal y social de
niños y jóvenes.
Las iglesias cada vez
influyen menos en la sociedad, sobre todo entre los jóvenes, que crecen en un
ambiente de total relativismo ético, donde se impone el pragmatismo del TODO
VALE: todo vale si me produce poder, bienestar, placer, prestigio, dinero. El
valor y el antivalor se confunden. Cada uno decide lo que es bueno y lo que es
malo.
La eficacia se convierte
en criterio de bondad. El fin justifica los medios. Si todo vale,
nada vale. De ahí que si bien vivimos intoxicados por una
retórica que vocea la ética y levanta las banderas contra la
corrupción, vemos cómo en la práctica se violan abiertamente estos
principios.
Políticos y sociedad en
general nos piden a los educadores que eduquemos para el respeto y la
tolerancia, y todos vemos cómo desde las instancias más elevadas
del poder, se irrespeta, insulta y agrede sin el menor pudor. Nos
piden que eduquemos para la crítica y la creatividad y todos podemos presenciar
cómo se persigue y aísla al que piensa u opina diferente. Nos piden que
eduquemos para la sinceridad y vemos cómo se miente, se acusa sin presentar
pruebas y se lanza al escarnio público al adversario.
Es muy poco lo que podemos hacer los
educadores, si las familias, la sociedad y sobre todo los políticos, que son
los que deberían darnos ejemplo, no asumen su papel de educadores. Las
escuelas no pueden crear lo que no existe afuera. De ahí que la
educación, una educación ética, sustentada en el ejemplo, debe constituirse en
la principal preocupación y la primera ocupación de toda la sociedad.
BIBLIOGRAFÍA
antonioperezesclarin. (2004). educar para
humanizar. madrid: narcea.
esclarin, a. p. (09 de marzo de 2015). antonioperezesclarin.com.
Obtenido de antonioperezesclarin.com:
https://antonioperezesclarin.com/2015/03/09/pedagogia-del-amor-y-la-ternura-2/
antonioperezesclarin. (2004). educar para
humanizar. madrid: narcea.
esclarin, a. p. (09 de marzo de 2015). antonioperezesclarin.com.
Obtenido de antonioperezesclarin.com:
https://antonioperezesclarin.com/2015/03/09/pedagogia-del-amor-y-la-ternura-2/
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